martes, 19 de agosto de 2008

Alan, el cauchero: etnocidio a la vista

Rodrigo Núñez, hijo del reputado crítico literario Estuardo Núñez, es uno de los pocos hombres que aún tienen capacidad de indignación en este país. Y no sólo eso, sino también la lucidez y la claridad para expresar valientemente sus ideas. Les trasmito a mis lectores esta nota de su autoría, en momentos en que nuestros hermanos de la selva se aprestan a luchar contra un régimen a todas luces despótico, racista y asesino. Los escritores no debemos estar al margen de circunstancias como ésta.

Veinte mil nativos se han levantado contra la "ley de la selva", que pretende expropiar las tierras comunales y las florestas de amortiguamiento y entregárselas a los pulpos de la economía: bancos y grupos económicos. Alan, convertido en un martillero del Perú, dispone de las tierras ancestrales de los nativos para regalárselas a los grandes grupos económicos.

El proceso ya ha comenzado. David Seiner, promotor judío de los transgénicos y socio del ministro de agricultura Ismael Benavides, ha sido nombrado director del proyecto de transferencia de las tierras que atraviesan la carretera transocéanica sur. Allí el grupo Romero se ha hecho propietario de casi diez millones de hectáreas que son de los machigüengas, para sembrar soya modificada. Huelga decir que el impacto ambiental será terrible, pues implica la desaparición de la Amazonía.

En Camisea, Hunt Oil y Pluspetrol siguen arrasando con el ecosistema, apropiándose de los recursos de las etnias que habitan el bajo Urubamba. Sin ninguna licencia social se apropian de los terrenos de cacería y agricultura, y carecen de una política ambiental y de protección del ecosistema.

El panorama no es otro en el resto de la amazonía peruana. El 77 por ciento de la amazonía ha sido lotizada a petroleras que además de producir derrames de crudo cruzan sus tierras con ductos, sin pagar derechos de tránsito. Ni qué decir de las madereras clandestinas, que ante la inexistencia de estado, arrasan con sus bosques y depredan las maderas preciosas como el cedro, sin dejar un solo dólar a los peruanos.

La amazonía como botín parece ser el precepto de Alan y la derecha. Arrasemos con "chunchos" y riquezas es la consigna, a cualquier precio y haciendo tabla rasa del derecho internacional que protege a los indígenas.

El etnocidio está a la vista. Los miles de nativos levantados serán seguramente diezmados como en la época del caucho. Anoche, nueve aguarunas que impedían el funcionamiento de la hidroeléctrica de Muyo fueron acribillados por la policía, pero las huestes indígenas tomaron en represalia el puente Corral Quemado sobre el ancho Marañon, y lo soldaron, interrumpiendo todo el sistema vial nororiental.

¿Qué hacer frente a esta ofensiva genocida de García? Diez, cien, mil moqueguazos deben encenderse simultáneamente para revocar el mandato de García, y quemar la constitución fujimorista. La protesta ahora ya no es gremial, es política y pasa por el derrocamiento del aprofujimorismo en las calles, en las punas y en la selva. Una última acotación. Triste papel el de Bragg Egg: de ecologista a capataz de los nuevos caucheros. Qué vergüenza.

sábado, 16 de agosto de 2008

EL BOTÓN QUE LLORABA


Tengo dos libros que saldrán pronto. Uno se llama Atando cantos, del que ya les daré noticias, y el otro Pobrecito animal de las preguntas, que esta casi listo. Si las cosas van bien (para él no para mí) el poema que sigue formará parte de este último. Les ruego leerlo con clemencia.


>EL BOTÓN QUE LLORABA

Yo lo vi. El botón amarillo lloraba,
Se puso su abrigo amarillento
Y se fue silencioso hacia el negro desierto.
Era un sol desolado sobre el negro desierto.
Con sus cuatro huequitos, todo deshilachado
El botón amarillo avanzaba, lloraba,
Avanzaba en el polvo, se perdía rodando,
Y otra vez asomaba, amarillo, amarillo,
Hasta que estuvo lejos y ya no se vio nada
Del botón amarillo sobre el negro desierto,
Ni su sombra amarilla ni lo que iba diciendo
Por sus cuatro huequitos el botón que lloraba.

UN POEMA DE GONZALO ROJAS

Estuve en la última Feria Internacional del Libro de Lima. Tuve ocasión de volver a ver y oír al gran poeta chileno Gonzalo Rojas, y hasta el atrevimiento de obsequiarle mis libros. Está por encima de los noventa, pero se le ve rozagante, con ese gesto de viejo chocho y desparpajado que lo caracteriza. El sábado 2 de agosto se presentó en el auditorio “Ricardo Palma”. Cuando empezó a leer sus versos, afuera se hizo una barahúnda de los mil demonios. Y entonces el viejo Rojas lanzó una catilinaria contra el ruido, esa insufrible perversión de nuestro siglo. ¿No pueden cerrar esa puerta?, preguntó. Pero no se podía, era una mampara rígida y los organizadores no habían previsto que un poeta se molestara por algo así. El bardo aprovechó para leer su poema “Al silencio” que termina diciendo “porque estás y no estás, y casi eres mi Dios, y casi eres mi padre cuando estoy más oscuro”. Me acordé de Sábato, de Cernuda, de mí mismo y de todos los que odiamos el ruido, que es la antítesis de la armonía.

Según propias declaraciones, la única utopía que fascina a Gonzalo Rojas es la del amor porque “ésa no muere”. Por ello, toda su poesía está llena de este sentimiento que él escudriña con la minuciosidad de un entomólogo, no sólo desde lo erótico sino desde todo aquello en que se pone a prueba el corazón de los humanos.

La poesía de Rojas es sencilla, pero no como una fácil concesión a sus lectores, sino como resultado de someter su verbo a un conocimiento ensimismado y excluyente de los temas que aborda. Por eso no cae en la trampa de la retórica, que suele crear, entre los bardos de aguachirle, el espejismo de la inmortalidad. Para Gonzalo Rojas ser poeta no es estar “en la vitrina literaria de las librerías, en los aplausos.” Es –por el contrario- ponerse a esperar que el tiempo lo olvide o lo revele.

Esta vez presento a mis lectores uno de sus poemas que más me gusta.


¿QUÉ SE AMA CUANDO SE AMA?

¿Qué se ama cuando se ama, mi Dios: la luz
terrible de la vida
o la luz de la muerte? ¿Qué se busca, qué se
halla, qué
es eso: amor? ¿Quién es? ¿La Mujer con su
hondura, sus rosas, sus volcanes,
o este sol colorado que es mi sangre furiosa
cuando entro en ella hasta las últimas raíces?

¿O todo es un gran juego, Dios mío, y no hay
mujer
ni hay hombre sino un solo cuerpo: el tuyo,
repartido en estrellas de hermosura, en partículas
fugaces
de eternidad visible?

Me muero en esto, oh Dios, en esta guerra
de ir y venir entre ellas por las calles, de no poder
amar
trescientas a la vez, porque estoy condenado
siempre a una,
a esa una, a esa única que me diste en el viejo
Paraíso.

viernes, 8 de agosto de 2008

DOS POEMAS


Les entrego a mis lectores dos poemas de un libro que preparo. Espero les gusten.


CITY IN JAZZ

A Nacho

Por las noches caen estrellas
Sobre los lomos de los gatos, y los hieren.
Los transeúntes se abrazan con espanto a los faroles
Para no ser derribados
Por el viento.

En los hoteles entran y salen unas mujeres
Cuyos trajes vibran
Con el jazz melancólico de una vieja trompeta.

La ciudad tiene uñas curvas como costillas
Y huesos
Y muros con esquirlas de vidrio y gente triste.

Cada noche,
Los viejos rebuscan en el cielo, pero no encuentran nada;
Sólo gatos,
Unos gatos oscuros con el lomo mordido
Por las estrellas,
Y se duermen cantando con los ojos vacíos
El jazz de los ausentes que se oye en la trompeta.



RESPONDO A ERNESTO, MI HIJO, QUIEN ME PREGUNTA
POR QUÉ HAY TANTOS PÁJAROS EN MIS POEMAS



Los vi volar por vez primera en el umbral de una puerta
Desde el corral de mi casa.

Yo no tenía ojos todavía,
Sólo dos bultos nonatos en mi cara.
Pero los vi volar, los presentía
Mojándose en el agua, haciendo bulla
Sobre el espejo de arena de la playa.

Desde entonces, habitan mi memoria,
Mi lengua, mis papeles, mi cintura.

Y no se quieren ir. Me han vuelto un olmo,
Un peñasco en el mar, un horizonte
Limpio de todo barro. Soy, por ellos,
Un cielo interminable
Yo que vine
Simplemente a la tierra a ser un hombre.
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Dibujo de Carlos Sampayo

LIBROS DE A SOL



En el curso de un seminario sobre comprensión lectora, una maestra me preguntó, lamentándose: “¿Por qué a mis alumnos no les gusta leer?” “Muy simple ­– le respondí, con una pizca de ironía –porque son niños sanos”. La maestra sonrió, pero de inmediato me pidió que le explicara mi respuesta. Un aspecto de las explicaciones que le di a mi interlocutora en aquella ocasión es lo que trataré de exponer en esta nota.

A leer, como a comer, a vestirse o a tratar con los demás, se aprende. No existen los lectores de nacimiento puesto que la escritura, el libro y la lectura son hechos culturales, es decir creaciones humanas cuyo conocimiento y ejercicio demandan de un proceso de aprendizaje, con frecuencia largo y a veces infructífero. No me ocuparé ahora de los muchos aspectos que tiene este aprendizaje ni de los diversos enfoques que existen sobre él. Me referiré sólo a la calidad de los libros con los que los padres de familia y maestros tratan de conseguir el tan ansiado hábito lector en sus hijos o en sus alumnos.

Así como nadie puede habituarse a comer sin alimentos, nadie puede habituarse a leer sin libros. Esto que parece una verdad de perogrullo tiene, sin embargo, sus bemoles. Vayamos a un ejemplo concreto: imaginemos a una madre que alimenta a su pequeño con comidas desagradables o en mal estado. La respuesta del niño será naturalmente un rechazo a esos alimentos y, lo que es peor, a la necesidad cotidiana de alimentarse. Tendría que estar fuera de sus cabales la madre que pretendiera - en semejantes condiciones - tener un hijo rozagante y deseoso de comer.

Lo mismo sucede con los libros. Si lo que buscamos es tener hijos o alumnos lectores tenemos que preocuparnos seriamente porque los textos que les ofrecemos no sean desagradables ni se encuentren en mal estado. Lamentablemente, el viejo fetichismo de que los libros valen por el sólo hecho de serlo, así como la indolencia de autoridades, padres y maestros frente a la necesidad de conocer algunos principios elementales de lo que es el hábito lector, son causa de que pasemos por alto la calidad de los libros que leen nuestros niños en casa o en el aula.

Los “libros de a sol”, esos que se ofrecen en las llamadas “ferias de libros”, son los materiales de los que se valen padres y maestros para intentar convertir en lectores a sus niños. Me he dado el trabajo de revisar una cantidad considerable de ellos y puedo afirmar rotundamente que ninguno sirve. Es asombrosa la cantidad de erratas, gazapos, dislates, inexactitudes, y otras impurezas de que están plagados. Siguiendo con la metáfora de los alimentos, podríamos decir que se trata de siniestros platitos de arroz con gorgojos y carne malograda. Un par de pruebas al canto: el Platero y yo, que es flor de elegancia estilística, ha quedado convertido en una suerte de Chuky literario debido a los remiendos y disparates que han hecho con el texto; José Diez Canseco, autor de ese magistral cuento que es “El trompo”, según estos nauseabundos editores, vivió 444 años, pues nació en 1505 y murió en 1949. Podrían escribirse cinco tomos con las aberraciones que contienen estos “libros de a sol” que, dígase de paso, se expenden sin control alguno y se compran con esa confusa inocencia que dan la ignorancia o la estupidez.

Cuando la profesora replicó diciéndome que la ventaja de estos libros es que son baratos, le dije que siguiendo su lógica y la lógica de mi metáfora, le invitaba un menú de a sol en el mercado de La Hermelinda: un cabrito descompuesto y un refresco con salmonelas, que me lo aceptara porque era un menú más barato que los convencionales. La maestra volvió a sonreír, pero como era previsible, no aceptó mi invitación.

martes, 5 de agosto de 2008

MIS MATEMÁTICAS

Nunca pude aprender matemáticas. Cuando era niño y estaba en la escuela primaria tenía miedo pánico a la sola palabra matemáticas. La asociaba con el nombre del maestro Ricardo Sullón, famoso en los corrillos de la escuela por las palizas y los golpes que propinaba a sus alumnos, sobre todo cuando dictaba esa materia. Nunca fue mi maestro felizmente, recuerdo sin embargo mi secreto pavor a la sola posibilidad de que lo fuera. Su aspecto era imponente, vestía saco y corbata, sus ojos miraban con desprecio y sus pelos de indio estaban siempre como aplastados por una lámina de gomina brillante. Caminaba como tirando con rigidez las puntas de sus impecables zapatos hacia adelante. El sólo mirarlo daba miedo.

En la secundaria, mi profesor de matemáticas se llamó Florencio Lagos. Era pulcro, como el maestro Sullón, y regordete como un sapo. Se sabía de memoria los tres tomos de Baldor y se regocijaba enseñándolos con una paciencia envidiable. En cierta ocasión, para sacarlo de su rígido memorismo, le pregunté que de dónde había salido el axioma que en ese momento había mencionado. Me miró con sus grandes ojos saltones, por encima de sus gruesas gafas y me dijo: “Mire, Alarcón, hombres más inteligentes que usted y que yo han elaborado este axioma, por lo tanto, no averigüemos más y sigamos adelante, por favor”. Todo cuanto aprendí de él fue la Regla de Tres Simple y a despejar la incógnita en las ecuaciones de primer grado, operaciones de las que ya no me acuerdo.

En el Pedagógico y en la Universidad tuve distintos profesores de matemáticas, a todos los he olvidado. No obstante, recuerdo mi sempiterno temor a ese curso y a cuanto se relacionara con él, la estadística por ejemplo. No entiendo por qué nunca, en ninguno de los niveles, fui desaprobado en esa materia. Años más tarde, cuando conocí a mi amigo Julio Balmaceda, matemático puro de profesión, supe la enorme falta que le hacía a mi formación de poeta el conocimiento de tan importante disciplina. El ritmo y medida de los versos requieren de una sutileza matemática tan necesaria como la emoción y el talento para escribirlos. Algo parecido me ocurrió cuando trabé amistad con el escritor Rigoberto Meza Chunga, quien se entretenía o descansaba de la redacción de sus textos literarios resolviendo problemas de matemática infinitesimal.

Hasta ahora experimento cierto pudor cuando leo que Karl Marx, meses antes de su muerte y pese a su gigantesca tarea como creador del socialismo científico, estaba empeñado en esbozar un nuevo sistema numérico; y que en la mochila del Che Guevara, luego de ser capturado en Ñancahuazú, sus asesinos encontraron, además de su Diario y el Canto General de Pablo Neruda, un libro de Aritmética.

Los números son hermosos, no hay duda. Tienen la desquiciada precisión de una flor o acaso la misteriosa melopea de un soneto de Baudelaire. No en vano García Lorca refiriéndose a la “virgen poesía” la llamó “duelo de rosa y verso, de número y locura”.
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Collage de Óscar Alarcón

YO, PROLOGUISTA DE DIOS

Me han sucedido muchas anécdotas con la poesía. Una de ellas es la que me pasó con un tal don Ricardo Martínez hace ya varios años, en Piura. Cuando lo conocí, yo tenía 17 años y acababa de ingresar a la Escuela Normal Superior "Almirante Miguel Grau", donde don Ricardo era bastante conocido. Era fotógrafo y a sus cuarenta años tenía todo el aspecto de un vagabundo al que no le importaban las apariencias. Andaba siempre con una áspera barba de varios días, el traje sucio y los zapatos decrépitos y enterrados. Sobre el pecho portaba un viejo estuche negro donde guardaba una destartalada cámara fotográfica. Era, sin embargo, muy simpático. Hablaba con mucha propiedad, con una voz reposada y siempre con una agradable sonrisa a flor de labios.

Apenas se enteró de que yo escribía poesía, nos hicimos amigos. Cada vez que nos encontrábamos me manifestaba su admiración, haciéndome saber, de alguna manera, que él también era poeta. “Pero no tan bueno, como usted”, acostumbraba decirme con su simpática sonrisita. Hasta ahora conservo dos fotografías que me hizo don Ricardo con mis compañeros de promoción. Aquella fue también la penúltima vez que nos vimos. La vida me llevó por esos rumbos donde se pierden o se obliteran rostros, sucesos y querencias.

Muchos años después, una tarde calurosa, regresaba yo a mi casa en el barrio de Pachitea. La puerta estaba abierta y encontré a un viejecito sentado en uno de los muebles de la sala. “El señor te está esperando”, me dijo mi esposa. Me costó reconocerlo, era don Ricardo Martínez. Estaba muy acabado, viejísimo, con una apariencia deplorable. Llevaba sobre el pecho, como siempre, el estuche de su inseparable cámara fotográfica. Me quedó mirando un rato sin atinar a decirme nada y luego esbozó su peculiar sonrisa. “¿Cómo está, poeta?”, me dijo, “no se preocupe, me iré pronto, he venido sólo a pedirle un favor”.

Mi esposa nos preparó una limonada que bebimos mientras recordábamos nuestra amistad en la Escuela Normal. Luego se hizo un silencio, don Ricardo cerró los ojos y me dijo: “Mire poeta, resulta que el viernes de la semana pasada, estaba yo en mi cuarto, serían las dos de la mañana, cuando sobre mi mesa se hizo una gran luz; me había puesto a escribir las cosas que usted sabe, y entonces pensé que Satanás me estaba tentando…agarré un crucifijo, me dirigí hacia la luz y clamé ¡Vade Retro! …Bueno, la luz se fue por un rato, pero allí nomás volvió a encenderse más fuerte…Volví a coger el crucifijo pensando que todo era cosa del demonio y lo increpé nuevamente, recé la Salve de las Vacas y la oración de San Cipriano, la luz volvió a desaparecer…, pero no había pasado ni un segundo cuando volvió a encenderse, aunque esta vez en medio de la luz había un libro muy grueso, algo así como una Biblia, …Ah, no, dije yo, esto no es asunto del demonio, es cosa de Dios…entonces me arrodillé, le pedí perdón al señor y le dije con unción: Señor, hágase tu voluntad…Entonces escuché una voz potente y solemne, era la voz de Dios que me decía: Martínez, he decidido revelarme de este modo para pedirte que seas tú quien escriba la Biblia nuevamente, pero esta vez en verso, hasta llegar a las mil seiscientas páginas; recuerda: mi palabra la escribirás con tinta verde y la palabra de Lucifer con tinta roja… Ah, pero además el prólogo se lo deberás pedir al poeta Alberto Alarcón…búscalo y dile que esa es mi voluntad”.

Entonces se puso de pie, abrió el estuche negro de su cámara fotográfica, y en vez de ésta extrajo un rollo de papel, de esos que usaban las antiguas máquinas registradoras. Cogió el extremo de la hoja y con un leve golpe de mano lo hizo rodar sobre el piso de la sala. El rollo estaba escrito con largos versos, unos con tinta verde y otros con roja. “ Esto que ve poeta, me dijo, es gran parte del Génesis, ya me falta poco para terminarlo…He venido para hacerle saber la voluntad de Dios, de modo que usted esté preparado para escribir el prólogo cuando yo termine mi tarea…será en unos cinco o seis meses más…no lo olvide, el pedido es de mil seiscientas páginas…”.

Me quedó mirando profundamente. Descubrí entonces, en lo hondo de sus ojos, el aleteo y el brillo de una triste locura. Consternado, lo tomé del brazo y le dije que estuviera tranquilo, que el prólogo a la nueva Biblia en verso se lo escribiría de todas maneras…sólo era cuestión de que él concluyera los textos.

Tomamos unos vasos más de limonada, luego don Ricardo se despidió con la satisfacción de quien ha cumplido con un deber impostergable. Desde el umbral de mi puerta, lo vi perderse en el fondo reverberante de mi calle; iba como una sombra lenta, andrajosa, pero seguramente feliz.
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Pintura de Juan Carlos Ñañaque